Kyoto y las trepidantes metrópolis industriales del sur es camino obligado para llegar a las tranquilas villas de pescadores de la sierra de poniente. La destrucción nuclear de las dos ciudades, tristemente famosas, aceleró el fin de la Segunda Guerra Mundial, dejando prácticamente intactas las relativamente pequeñas aldeas pesqueras de la costa oeste, más alejada del epicentro de la contienda. Ello fue así, entre otras razones, porque los bombarderos atacantes eran de hélice, con un techo de vuelo que no aconsejaba sobrevolar zonas escarpadas.
La estructura física y situación geográfica de las poblaciones de la costa oeste es comparable a la de Soller en la isla de Mallorca. La isla de Honshu es notablemente mayor que la Balear, por lo que la llegada de cualquier producto de élite a estas villas costeras, relativamente mal comunicadas, es complicada por no decir imposible y, en consecuencia, prácticamente nula.
En los mercados de estas villas costeras la gama de productos del mar disponible es mucho más reducida que en el mítico Tujitsi de Tokio, donde llega producto de todo el mundo, limitándose al fruto de la pesca local. Los grandes túnidos, igual que los Ferraris o Maseratis, brillan totalmente por su ausencia (me dicen que el peso máximo de las capturas en el mar del Japón es de 40 Kg.). Estas tierras sufren la limitación de un cierto mono producto, eso sí, en estado impecable. Producido con notable eficiencia y en volúmenes increíbles compatibles con una alta calidad. Todo es fruto de las piscifactorías locales y de la especificidad geográfica en cuanto a capturas de la extensa y especializada flota de bajura operativa en el mar del Japón.
La dieta vegetal es difícil, los productos de la huerta, a pesar de la estación propicia, escasean. Es mucho más caro un melón, siempre magníficamente presentado bajo packaging de lujo, que un buen pescado, dentro de las limitaciones en cuando a variedad, de las lonjas locales. No he conseguido entender por qué los precios del marisco son tan diferentes y, en algunos casos, inversos a los del Mediterráneo. Por ejemplo, una ostra en Japón acostumbra a costar el triple que una vieira, que en su máxima calidad la venden a 2€.
Un erizo rojo y carnoso lo venden en el mercado al equivalente de 7€, todo de altísima calidad pero creo recordar que en la Costa Brava por este precio nos dan media docena. Algunos productos son prohibitivos como el mítico abalone que en el mercado se paga a unos 40€ la unidad.
La gente come el marisco de pie, en el pasillo del mercado (algo que no sería adecuado para una geisha, por no ser una actitud muy elegante) y no demasiado complicado para quien domina los palillos. En dos ocasiones hicimos lo propio, por que el “timing” del día pedía no emplear tiempo en el almuerzo. En un caso fue en una gran área de servicio, saliendo de Tokyo hacia Hakone. Había más de veinte opciones distintas desde restaurantes formales a pequeñas paraditas especializadas en determinada oferta. Todo era de muy mala calidad y a precios no tan económicos. Opte por una cosa entre croqueta, buñuelo de patata o patata brava y un pincho que ya comenté en el escrito tratando del buey.
Una constante en la restauración nipona es la estricta especialización de muchos establecimientos, con dispositivos específicos para cocinar sobre la propia mesa, ello nos lleva a la necesidad de prever qué y cómo queremos comer antes de formalizar la reserva, en la que debe especificarse el tipo de servicio requerido ya que este condicionará que manjares van a ofrecernos. Una vez sentados no podremos elegir comer cualquier cosa, ya que el que viene condicionado por el cómo y el como por el donde.
En los medios rurales existe igualmente cierta dificultad para disponer de mesas y sillas al estilo occidental, la costumbre tradicional es de sentarse en el suelo sobre el tatami.
WAKUDEN
La noche de nuestra llegada a Kyoto, en el tren procedente de Hakone, un buen amigo, profesor en la escuela de arquitectura local, nos obsequió descubriéndonos “Koudaiji Wakuden”. Es una maravilla por su refinamiento y exquisitez, santuario de la gastronomía, superando en algunas cosas los archiconocidos mitos de Tokyo, y me estraña que nadie nos había hablado de “Wakuden”. Es donde los locales con posibles celebran sus grandes eventos y todo el proceso en la mesa es una gran obra de teatro. ¡Nos fascinó muy vivamente la liturgia de la cena! El único pero es que mi talla está bastante por encima de la media del país y en uno de los múltiples pórticos adorné mi calva con un notable toque sangrante.
La representación en “Wakuden” se desarrolla en el centro de la mesa por cocineros especializados, distintos para cada método de elaboración. Verdaderos actores. Damas delicadas sirven con mimo los entrantes ligeros, sushis, vegetales, sopa de miso y sabu-sabu. Seguidamente un chico fuertote, cuya talla excede también los estándares locales, ya que ha de agacharse cada vez que entra y sale por la puerta, trabaja en el asando con leña de cedro, pinchos de carne, pescado y un espectacular brote de bambú en el centro del rectángulo de madera que nos sirve de mesa.
Todo hecho al momento con exquisitez en la forma y el contenido, calidad y ejecución precisa hasta en detalles como la colocación de los troncos de cedro para el fuego, de idéntica longitud y diámetro. Al final muchos platitos pero ningún exceso. El precio por encima de los 300€ por comensal es tan elevado como en los más prestigiosos de Tokyo. La diferencia es que en alguno de los famosos de Tokyo se me hace francamente difícil adivinar su justificación.
Restaurante Daiichi
Especializado en menú 100% de tortuga. Es la declinación de todo lo que se puede hacer con este bicho, unos diez platillos distintos algunos bastante canallas como el de huevos nonatos o un guiso del cariz de unos callos a la madrileña. Platos y platillos encabezados por la mítica sopa. Ambientación perfecta, cocinan sobre la propia mesa. Uno de los platos está vacío, es para descartar los múltiples huesecitos. El restaurante es regentado por una familia en su décima generación. Situado a más de media hora en automóvil del centro, después de mil vueltas en una calle estrecha como de pueblo, es tan auténtico como el viejo Gaig del Passeig Maragall.
Otros
Para comer rápido y ligero visito dos días seguidos una marisquería popular en el mercado. Es todo pequeño y estrecho pero el producto es palabras mayores. Me doy cuenta de dos cosas: que los locales comen rápido y frugalmente y que la mayoría de los comensales piden ostras calientes.
En Kobe embarcamos en el “Caledonian Sky”. Corramos un tupido velo sobre la comida a bordo de esta pequeña nave para público mayoritariamente británico. Único comentario “no comment”.