El filántropo catalán Pere Mir fallecía el viernes a los 97 años en su domicilio de Barcelona. Su discreción le evitó convertirse en protagonista de los medios a pesar de que su importante trayectoria y su espectacular labor social -ha donado más de 120 millones de euros a diferentes hospitales e instituciones para proyectos de investigación- eran bien conocidas entre la comunidad científica de nuestro país. Nuestro colaborador Miquel Brossa ha querido dedicarle unas palabras.
He leído en la prensa brillantes escritos obituarios sobre Pere Mir pero ninguno de ellos hace referencia a su presencia como miembro en la Academia Catalana de Gastronomía.
La verdad es que hace unos años, en etapas de oscuras presidencias, pidió la baja, aunque al final no la llevó a cabo gracias a los buenos oficios del amigo Sanclimens y de varios académicos a los que nos dolía perder al único capaz de interpretar la gastronomía bajo el prisma de una sólida base científica. Mir últimamente se había convertido en el gran desconocido de la Academia. No eran valorados sus sólidos argumentos en una etapa en la que se daba paso a improvisados nutricionistas de salón apoyados frecuentemente en el “corta y pega”.
Desde muy pequeño recuerdo que mi padre, también doctor en química orgánica, le tenía en gran consideración. Comentaba el mérito de Mir, que utilizó su altísimo nivel de conocimientos para, en la remota postguerra, innovar a nivel industrial, hecho que le llevó a montar beneficiosas empresas en plena autarquía franquista.
Para no pisar nada de los magníficos escritos ya vistos, voy a referirme a un acto brillantemente organizado en el año 2005 en el Aula de la Boquearía por su presidente Salvador Capdevila, en el que cocinó el académico Carles Gaig. Esa fue la última vez que Mir actuó con vehemencia en un acto público de la academia, después de escuchar aburrido las vaguedades sin calado conceptual de algún destacado miembro que cuando tomaba la palabra, le costaba dejarla.
No me alargo más para no perderme en excesivos detalles.
Dejemos que las fotografías hablen solas.